“Preciso de un disfraz, desearía no sentirme inseguro sino como un
arlequín, que sabe lo bello que es”.
Cada atardecer cargado con su pequeña tarima llega al parque. Mientras
acaba de embadurnar su cara de blanco el lejano violín de un músico callejero
alimenta su melancolía. Se abrocha la raída chaqueta, anuda sus zapatones rojos
y colocándose el aplastado bombín, se encarama al escenario.
La danza de colores habida en el cielo baña el lugar, cincelando de una luz
perlada al solitario Memo. Impávido. Inmóvil. Diríase que ha dejado de vivir,
que sonríe y gesticula mecánicamente cuando alguien deposita una moneda a sus
pies. Y sin embargo, el mimo, nunca se siente tan vivo como cuando observa la
existencia de los demás desde su altar; la jovial algarabía de los chiquillos
correteando, el albor de un tierno romance, los apasionados besos de amantes
fugaces. Memo se pierde en la ternura contemplando a una joven que con un pecho
al descubierto amamanta a su bebé, y se ahoga en el volcán de la fantasía al
mirar a Celia.
Celia, una bonita muchacha morena de no más de veinte años que vende
cupones, desde su silla de ruedas, en la entrada del parque.
Un día Memo se acercó hasta ella. Echando mano de sus escasas monedas le
compró un cupón.
-¿Quieres que acabe en algún número en especial?
Un gorrión gorjeó. El mimo parpadeó
cómicamente y moviendo su cabeza de lado a lado, le ofreció una rosa. La
chiquilla haciendo ademán de coger la flor estiró su brazo. Memo tomó la pálida
mano y se la llevó a sus labios rozando su anverso. Celia con una sonrisa
turbada retiró la mano. Sus miradas se cruzaron por un instante eterno donde el
amor, si tiene brazos, les estrechó volcando fuego en sus entrañas. El mimo
antes de alejarse dejó la rosa sobre su falda.
Desde aquella tarde, que en su memoria siempre será ayer, Memo es feliz
sólo viéndola, sabiendo que esta allí, adivinando que: “el alma que hablar
puede con los ojos también puede besar con la mirada ”. Y Celia..., a la mujer
le estalla su ser en pálpitos de ilusión al verle llegar; cuando al pasar junto
a ella le regala una rosa, un pétalo de
atardecer.
Él, con su pereza y miedo a vivir sin disfraz, ella, con la eterna pereza
en sus miembros, galopan fundidos en un sólo corazón hacia la eternidad..., buscando
el ocaso de la luna... Más allá de la poesía.
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