Hasta que encontró aquella pasajera solución, creyó volverse loco. Dentro
de unos años... ya vería.
Cada noche cuando salía del teatro y llegaba a casa, ponía la manita de
Yesco sobre el casset con la grabación del concierto que había dirigido esa
noche. El pequeño estaba completamente dormido y así continuaba. Por el día
visualizaba vídeos de sus actuaciones mientras Yesco jugaba con su mecano junto
a él. Un enorme perro les miraba perezosamente desde la butaca más cómoda de
toda la sala.
Hubo un tiempo en el que componía, pero dejó de hacerlo cuando le
anunciaron la sordera de su hijo. Era un bebé de seis meses entonces. Sordera
profunda, diagnosticaron. -¿Y la música? -pudo pensar al fin- ¿mi hijo nunca
sabrá lo que es la música?
Yesco tenía cinco años y era inmensamente feliz, como cualquier niño
rodeado de amor y ternura. Le gustaba jugar imitando a papá moviendo sus
pequeños bracitos. Emitía débiles sonidos al reír que eran vitamina celestial
para su familia. El pequeño no se separaba nunca de Guau, un perro amaestrado
que le anunciaba los peligros que él no podía oír. Llevaban juntos dos años, se
entendían a la perfección. Con U, cómo había aprendido a llamarle Yesco, le
dejaban alejarse de los ojos de los mayores sin miedo a que le pasara nada.
Pero esas escapadas sólo eran permitidas en la finca de los abuelos.
Por ello aquella mañana el chiquillo no dejaba de sonreír, mientras que con
su naricilla apoyada en el cristal del coche de mamá, observaba a dos gigantes
algodones blancos perseguirse por un cielo eternamente azul. U, recostado a su
lado, apoyando la gran cabeza en sus piernecitas, olisqueaba con los ojos
cerrados el aroma de la temprana primavera que se colaba por una ventana. Mamá
sonreía a través del retrovisor mirando la felicidad, porque su hijo era eso si
la felicidad existía. Las cuatro estaciones de Vivaldi envolvían un turismo
rojo que engalanaba una solitaria carretera comarcal.
El abrazo a los abuelos fue fuerte y corto, no podía ser de otra forma
estando la pequeña bicicleta en el garaje.
Yesco pedaleaba a golpe de ilusión por el sendero. U, a cappella, ladraba
al aire corriendo a su lado. Los altos chopos se inclinaban a saludarle;
vistosas mariposas danzaban ante sus ojos abandonando por un momento las flores
de los almendros; el viento mesaba sus alborotados y suaves cabellos mientras
la vida acariciaba su cara. De pronto, Yesco, se paró. U dejó de ladrar. El
niño miró a su alrededor, al cielo. Las puntas de los altísimos chopos tenían
ya hojas, jóvenes y tiernas hojas verdes. El suave viento las movía a la vez,
de un lado hacía otro, hacia delante, hacia atrás, no paraban... Yesco no
dejaba de mirarlas. Se movían todas a la vez... de un lado a otro, de un lado a
otro... El niño se bajó de la bici e irguió su cuerpecito, echó la cabeza hacia
atrás y emitiendo un leve ruido, comenzó a mover los brazos con su
mirada clavada en las hojas que hacían cosquillas al cielo.
U, rompió el silencio, rompió el silencio con dos ladridos; dos ladridos,
dos palabras: ¡Música Maestro!
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